jueves, 4 de noviembre de 2010

B R E A T H.

- Respira -



Nunca jamás nadie la había visto derrumbarse, similar a un gran castillo de naipes humano. Pero me la imaginé como una pluma, cayendo hacia el suelo lentamente, suavemente, hasta perezosa, con desgana. Ella que a menudo solía reír muy alto, para que todos la oyeran, para que la vieran, que supieran que estaba allí que estaba viva. Cuando en absoluto se sentía así. Ella que parecía tan fuerte, tan segura de sí misma, tan brillante, tan espléndida, solo era una niña, una princesa sin corona y sin trono. Era una niña asustada, con miles de millones de miedos que apenas sabía que tenía, que quería agazaparse en un rincón, esconderse hasta que la tormenta hubiera pasado y volviera a salir del sol. Porque se sentía en el ojo del huracán. Y ahí tirada en el suelo me había dejado ver cómo era en realidad, lo vulnerable que se sentía a todas horas y los ríos que surcaban sus ojos me lo dejaban más que claro. Y llegados a este punto empecé a sentirme mal, el cabrón más inhumano del mundo diría yo y toda la ira, el odio, el enfado que me reconcomía por dentro se esfumaron con un ¡puf¡ y volví a quererla tal y como era, con todos y cada uno de sus defectos, de sus pequeñas manías. Como cuando por la noche me dibujaba círculos en el cuello y yo ponía los ojos en blanco, cuando se mordía las uñas a todas horas o cuando se ponía a hablar sola. Cuando me cantaba canciones en un inglés algo confuso para que me durmiese. Cuando me decía que me quería tan bajito que solo lo oíamos yo y el cuello de su camisa. Me agaché hacia ella mientras las lágrimas surcaban sus mejillas y mi cuerpo respondió solo acunándola entre mis brazos, con su cara entre mis manos y mis labios en su frente y le susurre cosas sin sentido, tonterías que uno dice por decir, hablaba por hablar, por miedo a que el silencio lo consumiera todo. Dije tonterías, exactamente ciento veinticuatro pero también dije unas cuantas verdades universales: Que la quería, que cuando lloraba se me partía el corazón en dos. Sería mi pequeña princesa sin corona y sin trono y nada ni nadie le haría daño jamás. No tendría porque derrumbarse más. Que quería ser Romeo, quería ser Eneas, Marco Antonio y ella sería mi Julieta, mi Dido, mi Cleopatra y le jure que nuestra historia no acabaría mal, que no lo permitiría. Y apoyada en mí pecho y aferrándose a mi brazo como si de un clavo ardiendo se tratase comencé a contarle uno de esos cuentos que le gustaban tanto a ella, la historia más bonita jamás contada: la nuestra.


XXXX
MARTT

6 comentarios:

Muchas gracias!